A mediados del pasado mes de
julio, en plenas vacaciones estivales, saltaba la noticia del nombramiento de
Juan Carlos Pérez de la Fuente como nuevo director artístico del madrileño
Teatro Español en sustitución de Natalio Grueso. Desde el modesto y acogedor
observatorio de la realidad teatral madrileña que me ofrecen las páginas del Diario
de Alcalá quiero dar la enhorabuena a Pérez de la Fuente y, como se
decía antes, hacer votos para que su nueva singladura profesional a cargo de
una institución tan venerable esté plagada de éxitos. Merecimientos y sabiduría
no le faltan; y ganas creo que tampoco.
Tuve el privilegio de conocer a
Pérez de la Fuente en julio de 1999. Fue con ocasión de un curso de iniciación
a la dirección escénica que organizaba la sala Cuarta Pared en colaboración con
la Asociación de Directores de Escena (ADE). Por entonces llevaba tres años a
cargo de Centro Dramático Nacional y nos recibió en su despacho de la segunda
planta del Teatro María Guerrero. Relajado y vestido de manera informal,
recuerdo que se mostró afable y cercano, aunque nos habló poco del asunto
relacionado con el curso que nos había convocado allí: el “casting”, derivando
enseguida la conversación hacia cuestiones más generales sobre las dificultades
de llevar a buen puerto un montaje. Debía de estar preparando por entonces La visita de la vieja dama, de
Dürrenmatt; a sus 40 años y en un momento particularmente dulce de una
brillante carrera derrochaba vitalidad y trasmitía sobre todo entusiasmo y
pasión. Tan sólo le contrariaba un tanto, me pareció advertir, que sus
responsabilidades de tipo administrativo, burocrático -y eso incluía nuestra
presencia allí-, le restaran tiempo a su labor creadora.
Si no me falla la memoria, por
aquellas fechas yo sólo había visto tres espectáculos suyos, todos en el María
Guerrero: Pelo de tormenta (1997), San Juan (1998) y La fundación (1998), e ignoraba su dilatada carrera previa en el
teatro privado, con hitos memorables como haber dirigido a Luis Escobar,
Alberto Closas o Amparo Rivelles y haber rescatado para la escena a la gran
María Jesús Valdés, protagonista principalísima de muchos de sus ulteriores
trabajos. Con todo, la calidad artística y técnica de los montajes de la obras
de Francisco Nieva, Max Aub o Buero Vallejo a los que he hecho referencia
bastarían para consagrarle como el director de culto que ha sido para mi desde
aquellas fechas y que nunca o prácticamente nunca me ha defraudado. Todavía
recuerdo vividamente la impresión que me causó ver patas arriba todo el patio
de butacas del teatro María Guerrero para la representación de Pelo de tormenta. Aquello fue como una
súbita revelación de la dimensión de fiesta y celebración de la teatralidad
barroca que hasta entonces no había visto en los escenarios. Esta vertiente
espectacular de su concepción del teatro se acentuaría si cabe en el San Juan y en La visita de la vieja dama, y años después (2008) en Puerta del Sol espectáculo basado en los
Episodios Nacionales de Galdós y donde el movimiento escénico, en las escenas
del Motín de Aranjuez, por ejemplo, alcanza caracteres épicos. Pero ese gusto
por lo espectacular, por el ceremonial, por el teatro ritual -pronto veríamos
dos montajes espléndidos de Arrabal: El
cementerio de automóviles (2000) y Carta
de amor (2002)- no va nunca en detrimento del trabajo del actor, cuyo
protagonismo y relevancia se evidencia más si cabe en sus montajes de piezas de
corte realista, como en La fundación
(ya citada) y en Historia de una escalera,
de Buero, o en La muerte de un viajante
(2001), de Arthur Miller, con unos espléndidos José Sacristán y María Jesús
Valdés en los personajes principales. Es sabido la importancia que tienen los
recuerdos en el desarrollo de la acción en esta pieza de Miller y tengo bien
presente, transcurridos casi 15 años del estreno, la minuciosidad con la que
Pérez de la Fuente preparó cada “reencuentro de los personajes con su pasado” y
el movimiento y la ubicación precisa de los actores en el momento de recibir ese
halo de luz que los transfiguraba en apariciones para luego devolverlos, en
cuestión de segundos, a la realidad de sus días grises, a sus mentiras y a su
frustración. Y recuerdo también unas declaraciones que realizó sobre la
pertinencia del montaje y sobre la buena acogida que la obra estaba recibiendo
por parte del público: “La gente tiene miedo a que esta sociedad maquillada de
bienestar, confort, éxito y consumismo, un día estalle y se rompa en mil
pedazos. En lo más hondo, todos sabemos que esto no es más que un espejismo y
que todo se puede tambalear bajo nuestros pies”. Sumidos como estamos ahora en
plena crisis y en pleno desconcierto aquellas palabras tenían un inequívoco
tono profético, y a la vez describen muy bien su postura siempre beligerante
con el materialismo que impregna nuestra sociedad, y su reivindicación de la
espiritualidad, del ritual y de la esfera de lo poético que han guiado la
elección de muchas de las obras que ha puesto en escena.
Luego
vendrían muchos más montajes, ya con su propia productora, y sería imposible en
este artículo ponderarlos todos. Una nueva etapa en la que una y otra vez ha
vuelto a los autores españoles -otra de sus “obsesiones”-, clásicos (El mágico prodigioso (2006) y La vida es sueño (2008), una estupenda
puesta estrenada aquí, en el teatro Cervantes de Alcalá, un montaje muy físico
con un portentoso Fernando Cayo en el papel de Segismundo) y contemporáneos,
como Jardiel, Lauro Olmo, Gala, Mayorga o Alfonso Sastre (magnífico ¿Dónde estás Ulalume, dónde estás? (2007)
y merecido reconocimiento hacia uno de nuestros mejores dramaturgos vivos)
intentando bucear con ellos o a través de ellos en la problemática realidad
histórica de España, convulsionada ahora más que nunca por sus detractores y en
una realidad social necesitada de la indagación serena y lúcida de los
intelectuales y artistas, entre ellos los dedicados al teatro, que no en vano
es la más social de las artes.
Cuando
pienso en el enorme esfuerzo y dedicación que exige la coordinación varias de las
salas más representativas de la escena madrileña que lleva asociada la
dirección del Español (Naves del Matadero, Fernán Gómez o Circo Price
incluidas) y en el más que probado prurito de Pérez de la Fuente de hacer su
trabajo de un modo riguroso y concienzudo me asalta el temor de que esa ingente
tarea de gestión le distraiga de su faceta de dirección y nos prive de las ya
habituales citas con sus montajes. Para cuando se decida a dirigir, y en
relación con la autoría española, tan maltratada en los escenarios, voy a
permitirme, con toda modestia, tres recomendaciones: un autor y dos desafíos.
El autor es José Ruibal (Los mendigos,
El hombre y la mosca, La máquina de pedir …) no menos
olvidado, es cierto que otros muchos de los años 60 y 70, cuando el teatro
español caminaba del realismo a la alegoría. Respecto a los desafíos, ¿estamos
ya maduros para dos piezas claves, injustamente olvidadas, del teatro político
del último medio siglo: El jardín quemado,
de Mayorga y el Prólogo patético, de
Alfonso Sastre?
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