Concepción y dirección: Vincent Dumestre.
Cantantes: Bruno Le Levreur (alto), Hugues Primard (tenor), Serge Goubioud (tenor), Enmanuel Vistorky (bajo).
Acróbatas, mimos y Guitarra: Stefano Amori y Lulien Lubek.
Acróbatas: Ahmed Said, Olivier Landre, Quentin Bancel, Antoine Hélou y Rocco Le Flem
Músicos: Johannes Frisch, Emmanuel Mure, Stéphane Tamby, Lucas Péres, Thomas de Pierrefeu, Michèle Claude y Vincent Dumestre.
Compañía: Le Poéme Harmonique.
Puesta en escena y escenografía: Cécile Roussat.
Madrid. Teatros del Canal.
Debo la expresión “musa funambulesca” con la que he encabezado mi
reseña de hoy a la profesora Iris M. de Zavala y procede del título de
su espléndido libro (editorial Orígenes, 1990) dedicado al estudio y
análisis de la obra dramática de Valle-Inclán. De connotaciones
inequívocamente circenses, este feliz hallazgo expresivo utilizado por
la autora para aludir a la “poética de la carnavalización” que, según
ella, modela la escritura del creador del esperpento, viene como de
molde para referirse al montaje que comentamos, inspirado precisamente
en el mundo del circo como ingrediente principal de las celebraciones
paganas de las fiestas del Carnaval allá por finales del Renacimiento e
inicios del Barroco, época que recrea el espectáculo.
Se trata de una rara simbiosis de artes circenses y de música popular
del setecientos trufada de lances y bufonadas codificadas en una
gestualidad heredera de la Commedia dell’Arte, que reproduce el ambiente
de júbilo y alegría, de jolgorio y desenfreno al que se entregaban
nuestros antepasados de aquel tiempo amparados en la excepcionalidad que
brindaba la ocasión de las fechas inmediatamente anteriores al periodo
penitencial de la Cuaresma, impuesto de manera férrea por la Iglesia.
Estamos ante una verdadera parodia carnavalesca de los usos y modos
sociales aceptados en la época mediante la acentuación de lo grotesco,
lo deforme y hasta lo escatológico; un espectáculo fresco, regocijante,
lleno de sorpresas que moviliza nuestra sensibilidad y nuestras
emociones, que desata las carcajadas o que acelera nuestra respiración
ante el desenlace de los más arriesgados números de acrobacia.
La música, de variado tono y colorido, interpretada en directo por un
soberbio equipo de instrumentistas, es la que articula el desarrollo
del espectáculo. Aún carente de un hilo narrativo la composición se
atiene a una estructura de contrapunto -por utilizar un símil musical-,
escenas de mayor calidad poética se contraponen a pasajes más
rabiosamente divertidos o a otros en los que se muestra la destreza de
los equilibristas, prestidigitadores y acróbatas. Rivalizan el
virtuosismo en el manejo de las voces y de los instrumentos con el no
menos exquisito dominio de los recursos de una teatralidad primaria, en
perfecto maridaje, a su vez, con la habilidad de malabaristas, acróbatas
o equilibristas. Armonía, perfecta, en fin, de música, voces, cuerpos y
una variada gama de elementos escenográficos, como mamparas, puertas,
toneles que componen una geometría variable en perpetua evolución,
amalgama de cuerpos en raras composiciones escultóricas que sugieren las
imágenes de las pesadillas. Bajo una iluminación tenebrista todo cobra
una cariz de irrealidad acentuado por la expresividad de la máscara y
por la elegancia pausada de los ademanes del mimo. Aquí la vitalidad
desbordante en la frenética actividad del saltimbanqui, allí el lánguido
balanceo de los hombros y caderas como fondo sobre el que se proyecta
el acendrado lirismo del Lamento di madama Lucía o el acompañamiento
coral y galante de la emotiva Tarantella del Gargano, magnificamente interpretada por Estefano Amori.
Un espléndido espectáculo, en fin, rozagante, divertido, que recupera
para nuestra maltrecha escena contemporánea lo mejor de una tradición
teatral semiolvidada.
Gordon Craig.
Carnaval Barroco. Teatros del Canal.
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