Texto: Ignacio García May. A partir del experimento real de Ron Jones.
Con: Javier Ballesteros, David Carrillo, Jimmy Castro, Carolina Herrera, Ignacio Jiménez, Helena Lanza, Xavi Mira y Alba Ribas.
Escenografía: Jon Berrondo.
Vestuario: María Araujo.
Idea y dirección: Marc Montserrat Drukker.
Madrid. Teatro Valle Inclán.
Hannah Arendt, la filósofa contemporánea que ha indagado quizá con
mayor profundidad y clarividencia sobre los orígenes del totalitarismo,
recibió un alubión de críticas de la comunidad judía norteamericana a
raíz de la publicación de su libro Eichmann en Jerusalén, en el
que relataba los pormenores del juicio celebrado en 1961 contra el que
fuera uno de los más destacados lideres del nazismo, el teniente coronel
de las SS Adolf Eichmann, responsable directo de la “solución final”.
Mas allá de las acusaciones de pusilanimidad, incluso de cobardía, que
Arendt dirigió en su libro contra muchos lideres de las comunidades
judías por su trato con los nazis quizá lo que más indignó a sus
compatriotas fue que no compartiera la opinión generalizada de que
Eichmann fuera un fanático antijudío, un monstruo capaz de planificar y
ejecutar fríamente las mayores aberraciones; por el contrario, a raíz de
las respuestas de Eichmann en los interrogatorios, llegó a la
conclusión de que fue un disciplinado burócrata que actuó por obediencia
debida, un hombre normal, un producto de su tiempo y del régimen que le
tocó vivir al que sirvió con diligencia y eficacia.
Este supuesto, el de que personas en apariencia “normales” pueden
bajo determinadas circunstancias llegar a someterse de grado a la
tiranía del pensamiento único, es el que parece estar en el origen del
experimento llevado a cabo por el profesor Ron Jones en un instituto de
California en los años 60, precisamente para explicar a sus alumnos de
la clase de Historia el fenómeno del ascenso del fascismo y de cómo fue
posible el que la mayoría de la ciudadanía alemana se adhiriera a esa
ideología y pudiera llegar a aceptar o a contemporizar con los horrendos
crímenes que se estaban cometiendo sobre la población judía delante de
sus narices.
Aprovechándose del ascendiente que tiene sobre sus alumnos, en apenas
unos pocos días, el profesor Jones consigue cambiar totalmente la
dinámica de su clase -y posteriormente la del instituto en su conjunto-
sirviéndose de técnicas como las que habían utilizados los ideólogos del
nazismo, empezando por pequeños ejercicios para fomentar la disciplina y
fortalecer la voluntad y terminando por desarrollar en los chavales el
espíritu colaborativo y el sentido de pertenencia al grupo, a una
comunidad de ideas e intereses, con las ventajas que proporciona estar
arropado por los demás y la seguridad que da el anonimato en el que uno
puede diluir la responsabilidad personal de sus actos. Pronto se da
cuenta de lo fácilmente que aceptan los alumnos la uniformización (hasta
portar signos y emblemas exteriores de identificación con el grupo), la
aceptación acrítica de determinados roles y el hecho de convivir en un
entorno más y más autoritario, que fomenta incluso la delación del
“disidente” o de quien desdeña o no muestra suficiente entusiasmo por la
ortodoxia de un ideario que hay que salvaguardar a toda costa.
Pese a las dificultades del empeño el montaje acierta a revelar una
inquietante moraleja sobre la conducta humana y sobre lo maleables que
podemos llegar a ser bajo la influencia de alguien, que aun
bienintencionado como el profesor Jones, conozca unos rudimentos de las
técnicas de manipulación. Las claves del éxito están a partes iguales en
texto de García May en la escenografía y ambientación y en el trabajo
de los actores. El primero, que acierta de pleno en la contextualización
de la experiencia recreando con un grupo de apenas siete actores el
ambiente de una típica clase de un instituto de secundaria, un
microcosmos en el que junto a las inseguridades, complejos y
dificultades de relación inherentes a la conflictiva etapa de la
adolescencia afloran la rivalidades latentes debidas a las diferencias
de clase o del origen multicultural de los alumnos. Jon Berrondo,
responsable de la puesta en escena y María Araujo, con su diseño de
vestuario de época, espléndidos ambos, consiguen trasladarnos a la costa
este de los EE UU en la época convulsa de las revueltas estudiantiles
contra la guerra del Vietnam y en plena efervescencia de los movimientos
pacifistas.
Respecto a los actores, hacen un meritorio y ponderado trabajo de
aproximación a sus respectivos personajes, desde el entusiasta Doug
(David Carrillo) predispuesto por su procedencia familiar a adoptar la
disciplina castrense o la atolondrada Wendy (Carolina Herrera), a quien
la participación en el “juego” le ha dado una relevancia en el grupo que
nunca hubiera tenido por méritos propios, hasta el desconfiado Robert
(Javier Ballesteros) que parece querer oponerse al principio, pero que
luego por temor a perder su liderazgo se adhiere sin reservas a la
causa, o la dulce y aplicada Sherry (Alba Ribas) que traicionada por Ron
decide quedarse al margen. Y por supuesto Xavi Mira que borda su papel
de profesor accesible, dinámico, cercano, dialogante, pero que se
trasmuta cuando ejerce de catalizador de la experiencia en un líder
intransigente y autoritario que no duda en jugar con los sentimientos y
las debilidades de los alumnos.
Gordon Craig.
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