<< […] Era un caballo negro que sabía reír. […] Cuando tenía ganas de salir o de ver gente, empujaba la puerta y aparecía en el umbral. […] El caballo de Langlois disponía aún de otras maneras para proclamar con gran inteligencia esa necesidad de amar que todo el mundo tiene: seguir a sus amigos. Si veía que se iban, ya fuese a por tabaco o a casa de unos vecinos, a buscar herramientas o a hacerse prestar cualquier utensilio, les acompañaba, iba a ponerse a su lado, les frotaba el hocico contra las chaquetas; luego, a su paso, avanzaba con ellos, como si quisiera pasar un rato con las personas por quienes sentía afecto. […] >>
Jean Giono,
“Un rey sin diversión”.
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