Idea y dirección Enrique Cabrera.
Con: Jimena Trueba Toca, Jonatan de Luis Mazagatos, Pedro Dorta, Nadia Vigueras Moreno y Raquel de la Plaza Húmera. Música original: Miguel Cobo.
Diseño de escenografía y vestuario: Elisa Sanz.
Diseño de luces: Pedro Yagüe.
Madrid. Teatro de la Abadía.
El mito griego de Dédalo e Ícaro quizá represente mejor que ningún otro relato fantástico o legendario el sostenido e inextinguible deseo de los hombres de volar como los pájaros. Ningún otro hombre antes que el multifacético creador renacentista Leonardo da Vinci, artista genial, y arquitecto, también, como Dédalo, estuvo más cerca de materializar este sueño. Con este nuevo montaje, Vuelos, que recala estas Navidades en el teatro de la Abadía, la compañía Aracaladanza rinde tributo a este sabio oriundo de la Toscana que, también algún día, como Ícaro -arrebatado por el torbellino de plumas desprendidas de las alas ideadas por su padre para escapar de las garras de Minos-, se vio impelido a construir sus propias alas e intentar la proeza de ascender hacia lo alto.
Inspirado en el vasto legado de Leonardo y a través del lenguaje del cuerpo, que es la materia prima en la que están modeladas las creaciones de Aracaladanza, este montaje evoca en bellísimos cuadros algunas de las obras y artilugios de ingeniería más conocidos del artista, algunos de ellos fácilmente reconocibles, como el escudo de Medusa, el del proyecto de “gran caballo” para una estatua ecuestre de Francesco Sforza, o el de las alas articuladas para su proyecto de planeador. Pero como ya ocurriera en trabajos anteriores (Nubes, inspirada en la obra de Rene Magritte, o Constelaciones que toma como referencia la obra de Joan Miró) este montaje trasciende la mera ilustración de tales obras, para sumergirse en el fecundo universo creativo de Leonardo da Vinci, observándolo desde la mirada asombrada de un niño -o de un artista, que viene a ser lo mismo-, alumbrando para nuestro regocijo y el de los espectadores más jóvenes, un mundo sugerente de imágenes poéticas que participan de la imaginación y de la fantasía desbordante de los juegos infantiles. Es el juego de las asociaciones, estimuladas por la magia de la música, de la luz y de las sombras, de las tonalidades cambiantes de color que transfiguran los objetos (maquetas, diminutos ingenios voladores o construcciones geométricas), todo ello en perfecto ensamblaje con el dinamismo y la levedad de los cuerpos en libertad.
La sorpresa nos espera en cada uno de los cuadros que componen el espectáculo, tras el gesto ceñudo, adusto y el suntuoso plumaje del marabú; tras el enigmático y desnudo geometrismo de la marioneta o tras el sesgo juguetón de La Última Cena, uno de las pinturas más conocidas del artista -e indudable guiño de complicidad hacia los espectadores de menor edad-, lienzo recreado aquí en una hilarante clave paródica con pinceladas de carnaval barroco.
Un producto acabado, en fin, del extraordinario poder expresivo del movimiento. Digo bien, movimiento, no danza en sentido clásico, sino movimiento liberado de los corsés que le impone la tradición de la danza dramática; poesía escénica capaz de evocar los mundos imaginados por este gran visionario que fue Leonardo da Vinci y de liberar y estimular por unos momentos nuestra propia capacidad para la fascinación y el asombro.
Gordon Craig.
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